Daniel capítulo tres relata que Nabucononosor, rey de Babilonia, erigió una estatua de oro puro que medía treinta metros de alto y tres de ancho. ¡Gigantesca! Al parecer su estatua era la reproducción de la imagen que soñó en el capítulo dos donde Daniel interpretó su sueño afirmando que la cabeza de oro lo representaba a él y el cuerpo de plata y bronce, las piernas de hierro y los pies de barro representaban los reinos subsiguientes a su imperio. Por lo que, al conocer el significado del sueño, Nabucodonosor quiso materializar la estatua que vio en sus imaginaciones, pero en lugar de que cada parte tuviera distintos elementos, quiso que toda fuera de oro macizo. Algunos comentaristas bíblicos aseguran que la estatua era una imagen de sí mismo. “Si la cabeza de oro me representa a mí”, pudo pensar el rey, “¿por qué no hacer una que sea totalmente de oro y que sea de mí mismo”.
¡Egocentrismo en su máxima expresión! El rey quería ser adorado. Al inaugurar la gran figura amarillo brillante, el monarca ordenó enfáticamente que todos los “pueblos, naciones y gente de toda lengua, tan pronto como escuchen la música de trompetas, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y otros instrumentos musicales, deberán inclinarse y adorar la estatua de oro que el rey Nabucodonosor mandó a erigir. Todo el que no se inclinara ante ella ni la adorara sería arrojado de inmediato a un horno en llamas” (Daniel 3:4-6).
¡Vaya! ¿Alguien no se siente muy animado a adorar? ¡Y para variar hay un candente incentivo para hacerlo! La música no solo sería un recordatorio de la hora exacta en la que todo el imperio debía inclinarse, sino también para que la experiencia de adoración tuviera una connotación más agradable y placentera. Tú lo sabes, la música climatiza los ambientes. Te hace respirar una atmósfera más fresca y relajante. ¿Por qué crees que los centros comerciales, los supermercados o las tiendas al por menor ponen música de fondo? ¿Crees que la ponen de por gusto o para que los pasillos no se oigan tan silenciosos? No, ellos saben que la música tiene poder. Ambientaliza los espacios, permite que la experiencia sea más cálida y hasta puede estimularte a comprar más. En cierto modo, Nabucodonosor deseaba eso. Que el momento diario de adoración hacia su estatua fuera tan agradable que con el tiempo los ciudadanos no se sintieran raros al adorar. El rey quería que dicha experiencia espiritual fuera recorfontante, fresca y memorable.
Sin embargo, había tres jóvenes hebreos llamados: Sadrac, Mesac y Abegnego. Estos eran gobernantes de provincias y líderes reconocidos en sus ciudades. Estos tres adoradores del Dios de Israel reconocieron de inmediato lo sutil del nuevo culto idolátrico en el cual Nabucodonosor quería sumergir al imperio y tomaron la decisión de abstenerse de obedecer el decreto real sin miedo a su esperada pena de muerte.
No adorarían al rey de Babilonia. No accederían a violar el mandamiento: “no tengas otros dioses delante de mí” (Éxodo 20:3). No se inclinarían ante la estatua. No, ellos sabían que el Señor era el único dueño de su adoración y que haberse convertido en adoradores del Dios de Israel tenía un precio.
Aunque el texto no lo diga, es probable que el hecho de que ellos no adoraran cuando las orquestas imperiales sonaran, implicaba que los pobladores bajo su gobierno tampoco se unirían a la adoración monárquica. Es decir, que no adoraran haría que otros más no adoraran. Su ejemplo estimularía a que cientos y tal vez miles de ciudadanos más no lo hicieran. Prácticamente eran las semillas de una rebelión.
Es por eso que el capítulo tres de Daniel dice: “pero algunos astrólogos se presentaron ante el rey y acusaron a los judíos: —¡Que viva Su Majestad por siempre! —exclamaron—. Usted ha emitido un decreto ordenando que todo el que oiga la música de trompetas, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y otros instrumentos musicales, se incline ante la estatua de oro y la adore. También ha ordenado que todo el que no se incline ante la estatua ni la adore será arrojado a un horno en llamas. Pero hay algunos judíos, a quienes Su Majestad ha puesto al frente de la provincia de Babilonia, que no acatan sus órdenes. No adoran a los dioses de Su Majestad ni a la estatua de oro que mandó erigir. Se trata de Sadrac, Mesac y Abednego” (Daniel 3:8-12).
Cuando Nabucodonosor se enteró de lo que pasaba se molestó a tal grado que mandó a llamar al "trío rebelde" para exigirles una explicación. Con la sangre en plena ebullición les dijo: “Ustedes tres, ¿es verdad que no honran a mis dioses ni adoran a la estatua de oro que he mandado a hacer? Ahora que escuchen la música de los instrumentos musicales, más les vale que se inclinen ante la estatua que he mandado hacer, y que la adoren. De lo contrario, serán lanzados de inmediato a un horno en llamas, ¡y no habrá dios capaz de librarlos de mis manos!” (Daniel 3:14-15).
Según “La Biblia Arqueológica” (Editorial Vida) hay evidencias encontradas en antiguas regiones de medio oriente de la existencia de este tipo de hornos industriales, los cuales se utilizaban principalmente para hornear ladrillos o fundir metales. Las temperaturas podrían ser tan altas que corrían el riesgo de morir ante el calor como más adelante describe Daniel tres. Se estima que por el tamaño y diámetro de algunos de estos hornos podrían haber alcanzado hasta los 1000 grados centígrados sin ningún problema.
Pero Sadrac, Mesac y Abegnego no cedieron ante la presión. Ellos tenían tatuado en su alma Exodo 20:3 y sabían que la adoración tenía un precio. Y es por eso que conscientes de ese precio y con la convicción de un verdadero adorador le respondieron al Rey: “¡No hace falta que nos defendamos ante Su Majestad! Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua” (Daniel 3:16-18).
Ni una pizca de adoración, ni un milímetro de pleitesía, mucho menos una gota de devoción. ¡NADA! Su adoración era exclusivamente de Dios y para Dios.
¿Y la tuya?
Comments